viernes, 16 de mayo de 2014

Colombia: ¿una república para todos?



Por: Óscar Téllez Dulcey
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Twitter: @oscar_ftellez


La formación de Colombia como república ha hecho visibles una serie de hechos de orden estructural que, en la tarea del análisis nos producen sorpresa y un poco de amargura por las conclusiones a las que se llega. Las políticas de Estado, quizás han dado una pauta para reorganizar socialmente nuestro país, pero los intereses personales y la desigualdad social (promovida por varios sectores de las clases dominantes) no han permitido establecer un Gobierno de Estado transparente y que se encuentre al servicio de los ciudadanos.

Para el año de 1781, se dio lugar en La Nueva Granada la insurrección de los comuneros, una lucha contra la desigualdad propia del virreinato imperante en el territorio, y la cual reclamó la abolición de impuestos, y condiciones de vida dignas para los granadinos. Miles fueron los que se unieron a la causa comunera y se sintieron –en palabras de Benedict Anderson- parte de una comunidad imaginada: la que formaban los granadinos como dueños naturales del territorio y merecedores de derechos sociales y económicos. El sistema monárquico reinante en la Nueva Granada fue contundente, no formó ningún acuerdo con los comunes y los golpeo militarmente. También, respetando la jerarquía social (Dios, rey, nobleza, vasallos) persiguió militarmente a Antonio Nariño –considerado junto a Pedro Fermín de Vargas, los principales precursores de la emancipación americana del imperio- por traducir al castellano un documento prohibido por la iglesia de la época: La declaración de los derechos del hombre.

Si miramos el contexto actual, la situación sigue permeada por desigualdad social económica y también cultural. Si bien la consolidación del territorio colombiano como un Estado soberano y moderno es un hecho, la ‘’utopía’’ propuesta por los fines constitucionalistas (propios del estado moderno) pasa a un segundo plano, primando, la división de clases que ofrece el nuevo sistema económico. Es aquello que Jorge Orlando Melo denominó los procesos revolucionarios: la revolución económica, que privilegia la instauración del modelo capitalista; la revolución política, en donde la democracia –como factor económico- juega un papel importante; y la revolución cultural, que asemeja lo popular a cosas del pasado que no son factibles en el modelo de producción.

El papel soberano del pueblo que hemos querido tener, ha sido solamente un fantasma. Las garantías que nos corresponde por el hecho de ser ciudadanos no son importantes para un Estado, maquinizado por el modelo económico. La estructura actual, al mejor estilo de las elecciones coloniales, fue impuesta por esa pequeña franja dominante, en donde la manipulación a través de la palabra aseguraba el agrado de las gentes. El poder de la lógica intelectual es bien catalogado por Estanislao Zuleta como coercitivo. La pirámide social se mantiene, cual época oscurantista, con pequeños cambios en las partes altas de la misma, pues el valor de la palabra, el discurso e incluso los recursos académicos, no han permitido que se transforme la base de la pirámide social.

Si nosotros como ciudadanos, dueños de una serie de derechos y deberes políticos, no emprendemos la tarea de buscar caminos que mejoren el país, si nos seguimos encerrando en la venganza y la búsqueda de una justicia del ojo por ojo, jamás vamos a derrocar políticamente a ese pequeño sector, que a lo largo de la historia se ha hecho hacedor único de los medios de producción, del bienestar individual y las políticas económicas de Gobierno. Gobierno, que para nuestro caso es miope, tuerto y en la mayoría de ocasiones de la misma colada.  

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